Alberto Barciela. ‘A Gabriele Finaldi, Director de la National Gallery’.
Serenamente provocativa; sensual y hermosa. La Venus del Espejo es algo más que un mito trasladado por la magia de Velázquez, imbuido de su propia historia; trashumante como obra de arte. Mil veces movida por las manos de los sirvientes de propietarios inquietos, ambiciosos, poderosos siempre, enmarcados en gulas casi inconfesables, en egolatrías compulsivas enmarcadas en palacios de dudosos gustos rococós pero repletos de esplendideces puntuales, impulsados en horas de relojes para vidas sin tiempo, perdidos en laberínticas habitaciones secretas, entre pomposos lujos y bochornosas lujurias, excesivas suntuosidades y comodidades impropias de vidas racionales, que deberían ser ejemplares y que fueron pasto de sus propias llamas, de sus apetitos carnales, de sus pecados confesados a eclesiásticos cómplices, en una suerte de trasgresión de los valores, todo en épocas de rancias costumbres, conquistas abusivas, privilegios, esclavitudes y maltratos disimulados o no, despropósitos todos reiterados, imitados, prolongados e injustificables. Claro que hubo excepciones, e incluso Santos.