Alberto Barciela. ‘A mis amigos y lectores’.
Hoy hace 62 años de casi todo. Al menos los hace de mi orilla vital, desde la que comencé a nadar y a construir castillos de arena y de vocablos y de anhelos. Y cuando la vida se va acrecentando y menguando, como las mareas, hasta escorar.
Ahora, con su adarce, las palabras regresan al lugar en el que nacen sus autores, a los escenarios, a la infancia, a la familia, al entorno… Quizás lo hacen porque ahí ellas mismas arribaron y se sintieron felices. Es como flujo y el reflujo vital. Un ir y venir, como los objetos desportillados, arrastrados por las olas, y esa línea perecedera, similar a la de la memoria que poco a poco se retira pero aun sorprende. En ellas, en las palabras, recojo las cosas fascinantes que trajo el mar, y ahora lo hago con las evocaciones, como un raquero de recuerdos.
Pensé en aquel lunes sin más solemnidades que la visita de un primer circo a Redondela, y de un parto con dolor en la casa de la playa de Arealonga, en Chapela. El clima debería parecer propicio a las divinidades y a los seres que las crean como aliciente. El horizonte claro, con una luz cuerda, lenta y pertinaz, confiada desde el alba en conseguir retocar la jornada como con una mágica barra de labios, turbia de melancolía, color rubí, hasta alcanzar un ocaso encendido de esplendor y rojo, el más digno crepúsculo de cualquier día, más el de una jornada que quedaría marcada por la hálito del destino, en el calendario, como mi día de días.
«Un Norte en mi brújula personal»
Una ligera brisa moderadora del calor me sitúa en los límites del bienestar y hace volar las hojas volanderas de una biografía ya arrugada. En la ría, la marea empuja a la playa hacia el éxtasis prolongado, me invade el afán de deslizarme hacia la bajamar, descalzo de pies y de prejuicios, mientras observo a alguien besar una urna y arrojar unas cenizas. Es la expresión de la existencia misma, desnuda de metáforas, con sus ciclos naturales.
Las embarcaciones siempre dan la cara al viento, actúan como brújulas perfectas. Evoco aquel lugar en otro tiempo y en presente, semeja del tamaño de los infinitos, un Norte en mi brújula personal.
El poeta ha dicho: inesperadamente el mar recordará el apodo de los ahogados uno a uno. El piélago es una losa irónica bajo la que hay más actividad que en ninguna otra parte. El agua salada son lágrimas de todos los peces, añorantes quizás de un a nueva creación y de un mejor destino, pero los humanos sabemos que cada ola alberga la posibilidad de un universo, de la esperanza de que con fe es posible caminar sobre ellas.
«En cierto modo los gallegos somos como naúfragos»
He vuelto a Arealonga, 62 años después, y en el paisaje casi todo sigue intacto. Sentí su pervivencia en la autenticidad. La llevo dentro. Los cachones, olas espumosas, se suceden y rompen en la arena, similares al pasar de las hojas de un libro antiguo editado en papel biblia. Observarlos absuelve de cualquier mal pasado, escucharlos exime de toda perdición… Tengo la impresión de que no he de pedir perdón por la prolongada ausencia, y si lo hago ha de ser a mi mismo, a mi genética, a mis antepasados.
En cierto modo los gallegos somos como náufragos, pasamos los días mirando hacia el horizonte, porque por allí entra y sale todo. Vemos de un lado pasar la vida y del otro los barcos, y por eso caímos en la tentación de la belleza persiguiendo afanes por todo el orbe. Cada circunstancia tiene su explicación.
«Todos soñabamos con traspasar la valla del puerto»
En mi infancia, en la Galicia que apenas surgía de los años cincuenta, la idea del mundo era muy limitada. De los barcos descargaban algunas sedas, jabón de olor, perfumes o café de contrabando, frutas tropicales mezcladas con cajas de té. Con ellos atracaban historias míticas, contadas por marineros en cuyos rostros la experiencia y la salitre dibujaban un mapamundi único. Eran los suyos relatos de tierras vírgenes, mares destemplados e incluso huracanados, naufragios, amores portuarios, sirenas y seres mitológicos avistados en no se sabe qué isla… Con ellos, con la narración acentuadamente musical de su verdad y de su imaginación, indisociadas, nos alcanzaban palabras tan exóticas como “guayabera”, “kimono”, “mambo”, y otros sortilegios casi bailables, recabados en escalas más o menos breves e intensas… Y allí estaba Vigo, la ciudad asombrada y asomada a la baranda de una dictadura imperturbable, dispuesta a leer en las claves portuarias las noticias sin censura llegadas con la última marea.
Incluso a edades muy tempranas, de alguna manera todos soñamos en aquellos años sesenta con traspasar la valla del puerto, y luego el océano, para perdernos en los suburbios del orbe, aventurando anhelos en una huida consentida por un irracional sinsentido que nos hacía y nos hace tender a lo desconocido. En la ruta de los grandes puertos europeos, Vigo vivió en la espontánea intuición de Nueva York, de Buenos Aires o de La Habana. Nuestras infancias se llenaban de nombres sugerentes: Pernambuco, Río de Janeiro, Montevideo… Que llegaron a convertirse en personajes imprescindibles de unas quimeras propias de adolescentes, o en realidades más o menos afortunadas de muchos otros.
«Los ultramarinos de ribera atesoraban entonces buena parte de nuestras fantasías»
En sus escaparates y anaqueles alentaban la expectativa de poder alcanzar algún día el lujo siquiera momentáneo de tener alguno de sus novedosos productos al alcance del bolsillo. El Mercado de la Piedra añadía el atractivo misterioso de lo prohibido, del contrabando o del estraperlo. Allí, entre cajas de bombones ingleses y paquetes de medias de cristal, se disimulaban cartones de tabaco americano, transistores de importación y botellas de whisky Monges.
Disfrutábamos con cada indicio de que más allá de las Islas Cíes existía algo diferente: un lugar herido por otras inocencias, distintas y ya por ello deseables… La posibilidad de huir era provocativa y psicológicamente necesaria, el ansia de una aventura era inquietud. Con los años, la idea de un cambio nos permitiría seguir idealizando otra libertad, la experimentación de cosas flamantes, olores singulares, sabores inapreciados… Queríamos escapar de lo rutinario para imbuirnos de costumbres ajenas, aromas y sonidos originales… Era algo más que un divertimiento, era la necesidad de evasión acentuada por las melancólicas tardes de los largos y aburridos inviernos.
«Es fácil concluir que en los ribereños habita al menos la intuición de un destino distinto al que espontáneamente ofrecen sus vidas, lo que representa un aliciente»
En mi inocencia desconocía que el escenario que excitaba mi imaginación había sido el lugar físico de abordaje de esas mismas ilusiones y perspectivas para millones de gallegos que tuvieron que emigrar a Ultramar. Mi niñez no me permitía sospechar el drama que representará para siempre el recuerdo de que en aquellos muelles los barcos habían navegado entre lágrimas y adioses. La otra orilla, América, parecía entonces el otro mundo, pero para unos era la única alternativa posible a la miseria y para otros representaba la libertad política.
La ciudad no zarpó, permaneció anclada a sí misma, encallada en sus playas cubiertas de muelles y de vida, como un trasatlántico cansado de travesías, convencido de haber arribado a puerto seguro, a un lugar privilegiado, de constituir el hábitat de buenas gentes trabajadoras, esforzadas, imaginativas. Los rumbos han sido vencidos, como los franceses, por un cosmos que, aún sabiendo de otros, se admira a sí misma sobre un espejo que sujeta las Cíes.
El día de mi retorno, parecía llover recuerdos hermosos en secreto y con rutina, pero todavía era bien temprano.
«El mar es un artista diseñador de sus márgenes, abstracto, no vive sometido a un cauce y al realismo de los ríos»
Aprendí a escribir dibujando en la arena. Mi primera grafía fue un círculo, una “o” o un globo terráqueo… Allí me enseñaron a decir gracias, la palabra más útil para quien ha tejido una red compleja de generosas relaciones humanas, las que justifican.
Gracias por estar en mi orilla, en mi vida, en mi ayer o en mi hoy, por querer leer a aquel niño resacoso que nunca ha dejado de vivir en el borde los abismos y que se ha anegado de palabras que regalar a quienes le aprecian.
Más artículos de Alberto Barciela aquí.