Alberto Barciela. Periodista y Premio Nacional de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro.
En las tabernas, en los libros, en los periódicos, en la obra que es palabra, en la buena mesa y en la sobremesa, el mago Cunqueiro, el conjurador de las palabras y los hechos, el Merlín del realismo mágico, la imaginación imponderada más elevada, la aldea global de la creación, el degustador de compartires en amistad, el que escribió que “en la cocina es donde el hombre puso más imaginación, mucho más que en la guerra, tanta como pudo poner en el amor y, sin duda, muchísima más de la que pone en la política -.” Esta última, ese arte, según él, de decir “a lo mejor”, “quizá”, “tal vez”, “por si acaso”, “más o menos”. Pues, “decir simplemente sí o no, ya no es política, que es justicia.”
Don Álvaro, el que atrapó “paisajes colgados en el aire”, con Luis Cernuda, el mindoniense al que le venía “el mal, al atardecer en otoño porque se van las golondrinas; en enero porque florecen los almendros; en mayo porque canta la calandria; en julio porque el viento trae a la terraza de mi casa pétalos de amapolas”. El Cunqueiro, constructor de periódicos, que cuando se sentía herido, o enamorado, o sin excusas, se curaba con caldos, y entonces alcanzaba cumbres, y mares, e islas y territorios nunca antes explorados, siquiera imaginados, sobre todo en las tabernas, como la de la Galiana, la del Valeco, y otras-.
“Cunca a cunca, Cunqueiro». El de los desparramares nostálgicos, leídos, soñados; el de sus acompañares en las tertulias interminables de “el decir solazado y sabroso, con cierto regodeo en los meandros”, con Carballo Calero, Eiroa, Villafinez, con estos, en la Rúa da Raiña compostelana -donde se bebe un vino que ha aprendido a trepidar en las barricas cuando repican las campanas basilicales-; o con José María Castroviejo, el habanero Juan Santos, en el Casal o en la casa de Agustín, en Cela, en Bueu, -hoy estudio y hogar del pintor José María Barreiro y de su esposa Amparo-; o en cualquier lugar del orbe mundo, entre personajes literarios, tertuliando con fantasmas ingleses, dioses normandos o guerreros vikingos; de regreso a la tierra, leyendo poemas de Germain Nouveau, en Triacastela, de ese bardo que compartía, que daba a los otros mendigos lo que le sobraba, incluidas sus “palabras llenas de rocío”, como dijo de él André Bretón; o hablando con cuervos; o degustando a don Miguel de Cervantes en cada posada de sus novelas.
El Álvaro conquistador, para el que la vida real fue sueño, aquel que dividía ese imperio gastronómico llamado cerdo en partes tan ilustres como las provincias romanas… “jamones, lacones…”. El creador que recorría su Galicia, o el Camelot artúrico, o el Sacro Imperio Romano-Germánico, o Lalín… la historia francesa, la literatura inglesa, el medievo, a la par que cocinaba recetas, conjuros de creación, leyendas o tradición adobadas con fábulas, nostalgias con realidades, a ser posible sentado a la vera de un buen tonel de Albariño, Ribeiro o Amandi, o quizás del fabuloso vino de Canarias, que Sir John Falstaff descubrió gracias a la pluma de Shakespeare. “Cunca a cunca, Cunqueiro”.
“El apetito de lo desconocido y de lo misterioso, es una de las condiciones de la lucidez mental, y en definitiva sabemos tanto por ciencia racional como por imaginación.” Hay que leer, hasta saciarse de la palabra, de la magia, de la maestría de “Calacú”, “Calabaza”, como apelaban a don Álvaro sus amigos de la ciudad olívica, según dicen por la “cabeza hueca”, “la que inventaba lo que no era verdad”.
Al fin de cuentas, “el gallego bebe para mejor recordar y para cantar”, y para soñar. “Y sobre los bosques y los valles, y la ribera marina, el canto de la gaita, la más hermosa ave que canta en Galicia”.
La cunca, es como una concha peregrina, un recipiente para el caldo, el vino, el agua, en alguna acepción es también aceptada como “terreno entre montañas”, o “cavidad entre lo ojos”, y es la medida que exponencialmente da cabida a las inabarcables geografías de un literato, a la prodigiosa imaginación de un mago “capaz de modificar con inciertos poderes el orden natural del mundo, y los sueños de las almas”, un imaginador que nos hechizó -“enfeitizó”- con la palabra, “Cunca a cunca, Cunqueiro”.
“Lo propio de un escritor es contar claro, seguido y bien. Contar para la totalidad humana, del que tiene la obligación de alimentar con nuevas miradas. Y si hay algo que esté claro en esta dieta, es que el hombre precisa, en primer lugar, como quien bebe agua, beber sueños.”
La literatura del mindoniense alimenta como el pan. En este verano, olímpico y extraño, a mi me satisfizo “La Taberna de Galiana”, una hermosa recopilación de algunos selectos trabajos de Cunqueiro, incluso insólitos. Él sabía demasiado de casi todo, pero sobre todo de sí mismo y por eso imaginaba mundos en los que caber y habitar con sus prodigios, con su dimensión única. Eso celebraba en cada taza de un caldo. “El apetito de lo desconocido y de lo misterioso, es una de las condiciones de la lucidez mental, y en definitiva sabemos tanto por ciencia racional como por imaginación”, eso dijo quien también escribió “nuestros vinos, que preferimos a cualesquier otros, son como nosotros somos, humildes, amistosos, y al lacónico gallego lo hacen locuaz.” Gracias a Dios, don Álvaro de las tabernas prodigiosas, de las reboticas, el gallego soñador y melancólico, lúcido de sueños. “Cunca a cunca, Cunqueiro”, así se dice, así se escribe, así se vive.
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