Alberto Barciela.
Dicen que nadie sabe coger una maleta ni un paraguas como una gallego. Somos audaces, intrépidos, buscadores de vida y de sustentos. La historia nos llevó por el mundo y las ansias nos hacen, aún hoy, seres anhelantes de horizontes y aventuras.
Dominamos los mares más arriesgados y nos instalamos en las tierras más acogedoras. Nuestro bagaje está lleno de conquistas y hemos sabido resolver como pocos nuestras carencias. A finales del siglo XIX y principios del 20 llenamos con baúles mundo, fabricados en Vigo, los barcos trasatlánticos franceses y alemanes con destinos a La Habana, México, Pernanbuco, Río, Montevideo o Buenos Aires. Fuimos As mans de América, como bien tituló la editorial Nigra uno de sus mejores libros, y nos instalamos en una morriña infinita, que los hermanos portugueses dieron en llamar saudade y que en español confundimos con nostalgia -los sentimientos, a veces, son intraducibles-. Nos reconfortamos al descubrir que Toda a Terra é dos homes, como nos relató Luis Menéndez y, en cierto modo, la conquistamos como si fuese sólo nuestra.
La fama de los bultos se la llevaron la Piquer, con sus baúles rebosantes de voz, lujo, cosas de casa y aceite de oliva; o, siete décadas después, la Maleta Mexicana de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour («Chim» -nombre que recibieron tres cajas de cartón con 126 rollos de película que aparecieron en México, con los carretes que contenían más de 4.500 imágenes de la Guerra Civil española-). Por cierto, aquella fue una contienda en blanco y negro, treintaysesina, rupturista de familias y afanes, condenadora al hambre y a la miseria a la sociedad española de los cuarenta, exiliadora. Los discrepantes hubieron de coger por razones políticas sus enseres y huir. Y tras ella, el pueblo llano debió hacer sus propias maletas, esta vez camino de Barcelona o Madrid, de Suiza o de Alemania, países que para un gallego de entonces eran como una empresa en las afueras.
Las maletas gallegas que se hicieron famosas eran más humildes, de cartón, pero estaban llenas de cultura o de gastronomía. Lo fueron La Maleta de Murguía, que apenas contenía papeles, documentos y publicaciones. Deambuló por almacenamientos inapropiados en la sede de la Real Academia Gallega. Lo fue La Maleta de Pondal, que en igual institución contuvo amorosamente las hojas sueltas del manuscrito de Os Eoas. Y, por último, lo fue también La Valija Diplomática de Laxeiro, que era como llamaba Lugrís al paquete que le llegaba al pintor desde Lalín a Vigo, con chorizos y lacón, manjares que también compartían con José María Barreiro y Xavier Magalhaes.
La Maleta de Miel de José Luis Torrado
Pero hay un bulto hasta ahora casi desconocido: La Maleta de Miel de José Luis Torrado. Esa en la que transportaba el néctar de las abejas y sus famosos emplastos de Aromas de Xeve por el mundo entero. La llevó hasta a cinco Olimpiadas, a decenas de campeonatos del Mundo, con el conocimiento de quien sabe que la salud es el bien más preciado para todos, atletas y/o ciudadanos. Su equipaje siempre fue repleto de Galicia, de España, de bonhomía, de voluntad de hacer y de ejercer el bien allí dondequiera que se encontrase. Torrado, “O Bruxo”, como cariñosamente le llamábamos, vio recompensado su bienhacer con una Medalla y un Diploma del Comité Olímpico de México, que se le otorgó por su altruista labor en los Juegos de 1968, pero podría haber sido como homenaje a toda una vida.
Un poco después de aquellos Juegos mexicanos, los gallegos vimos como en España abría sus maletas políticas, sus verdaderas valijas diplomáticas, al aire libre de la Constitución y de la democracia. Los españoles pusimos los votos en nuestras manos y en las urnas. Más o menos fue en aquel momento cuando los gallegos nos empezamos a preguntar, a preguntarnos a nosotros mismos en dónde quedaba la Galicia de hoy, y fuimos conscientes de haber conquistado los grandes caladeros con buques congeladores; y vimos nacer las autopistas y los trenes rápidos; consolidamos tres universidades y siete campus; nos asombramos con Galicia Moda y vimos nacer a Zara, CH, Bimba y Lola o Adolfo Domínguez; nos entusiasmamos con los reconocimientos de Citroën a la factoría de Vigo; inventamos el Xacobeo y pusimos en valor los Caminos de Santiago; los vinos, las termas… la Galicia Calidade de los mejores productos, un lugar ideal para vivir, para convivir y para invertir.
Y, ahora, cuando nuestro bagaje está pleno de respuestas, aquí estamos, sentados en el Fin del Mundo más hermoso, viendo a los barcos venir y pasar repletos de contenedores y cruceristas, y preguntándonos como a Hermes o a Vuitton no se les ha ocurrido todavía diseñar una maleta gallega. Cualquier día la mandarán hacer Amancio Ortega o Olegario Vázquez Raña, para enseñarle al mundo que se puede ser mejor e incluso elegante si uno se hace gallego o mexicano, si entendemos la vida con humildad y sentido común, si actuamos con la generosidad que lo hicieron el Comité Olímpico de México y su excelso presidente el Licenciado Carlos Padilla Becerra con José Luis Torrado, al que poco después reconoció el COE. Casi todo lo bueno empieza fuera porque somos como somos.
Los brujos pueden hacer prodigios, pero los grandes hombres hacen buenos a sus pueblos. México y Galicia son ejemplares. Como Olegario Vázquez Raña, como Carlos Padilla, como José Luis Torrado que se ha ido al cielo con su maleta de miel y todo el cariño de sus familiares y amigos, no sin antes haber contribuido a salvar la vida a Gustavo Dacal, pero que eso quede entre nosotros, campeón.
Alberto Barciela
Periodista