Alberto Barciela.
La muerte se escribe con cenizas, la inmortalidad con palabras. Sucumben reinas y reyes, reales e impostados, de género definido, en tiempos en que imperan las ambigüedades libertarias y liberalizadoras.
Expiran monarcas y escritores. Las coronas son de flores, brotes que también se habrán de marchitar expuestos al tiempo que avanza y mira hacia otro lado, como lo hacen los imperios con sus repúblicas y sus lozanías, como las honras frágiles, televisadas, enredadas.
Setenta años de cetro, ella, y de vida, él. Segunda y primero, de Reino Unido y de Redonda, ambos no predestinados al trono, comprometidos con sus destino, instinto, voluntad y obligaciones, impuestas o elegidas. Isabel -II- y Javier Marías -Xavier I-.
Negro sobre blanco. En el luto plural, resulta vigente la reflexión de Giovanni Papini: “si los reyes no creen en la realeza, ¿cómo podemos creer los hombres?” Esta moraleja de la fábula racional, la metáfora, contiene, como es lógico, lo fabuloso, la apariencia de lo real y de lo simple, el misterio imaginado como envés de lo creíble. El incrédulo escritor italiano acabó siendo fervoroso creyente.
Admirar y conocer es entretenido en sus propias contradicciones, la masa lo sabe y por eso adquiere cuentos. Aún así, elevar la ceremonia fúnebre a silencio reflexivo es posible, nos salva de la desesperanza, aunque no pueda evitar lo inevitable. Conseguiremos sí permanecer distraídos, exhaustos de vivir vidas ajenas, apantallados, pasmados, incluso idiotizados. Como inmersos entre cadáveres ajenos a familiaridades, relaciones afectivas o lecturas, viajamos con un cortejo televisado cual vuelta ciclista, de interés muy inferior a las intrigas palaciegas, a las ceremonias religiosas, a las maquinaciones académicas o a las series de la BBC o de Netflix.
Los personajes circunstancialmente elevados buscan la inmortalidad entre los que sabemos que estamos predestinados a la nada física. Ellos gozan de un consuelo mínimo: saben que habrán de permanecer en la memoria de los pueblos y de los lectores -casi siempre escasos, aunque privilegiados-. Las reinas gozan del “Hola” y los inmortales eruditos de las bibliotecas. A Marías lo leemos en sus abundancias, a Isabel la ojeamos en la Historia. Ahí permanecerán, cual papiros en la Biblioteca de Alejandría o las joyas de pasar en la Torre de Londres, prisioneros de anaqueles que ganaron por méritos y respeto.
La inmortalidad es un canto a la soledad al que de manera ingenua aspiramos. Pervivir indefinidamente sería optar por renunciar a lo próximo, a lo cotidiano o reconocible, a lo que nos hace ser como somos. Supondría olvidarnos necesariamente del amor o de la amistad o del paisaje. Posiblemente fuese un camino seguro a la locura, a través del desapego, de la incomprensión de sucesivos nuevos mundos.
Ser eterno sería no ser, al menos como somos, y entonces cabe preguntarse para qué querríamos perdurar. Eso todo se substrae de la filosofía de Javier Marías y se elude en las estirpes reales. Me declaro pues humilde súbdito de un escritor y no de una reina.
Sucede lo que sucede. Todo dura su justo mérito o su utilidad, nada muere o desaparece de víspera, siquiera la evocación. Aun así, víctima de las abundancias y de las prisas, la posteridad cada vez dura menos y en esencia carece de importancia. Lean a Javier Marías, su obra es majestuosa, tan impresionante como la vida de Isabel II, que merece mi respeto.
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Alberto Barciela
Periodista.
@AlbrtoBarciela