Alberto Barciela.
Todos tenemos nuestras razones: iguales, contrapuestas, divergentes. Cada uno goza de las suyas, con sus matices, culturales, ideológicos, religiosos, políticos. Con sus tonalidades, incluso geográficas. Con sus perspectivas, propias de las condiciones climáticas, de las densidades demográficas, del envejecimiento, de las demandas de cada momento y de cada calendario. De las oportunidades y circunstancias. Vivimos experiencias semejantes y disímiles. Compartimos historias de raíces iguales, que los fractales de la Historia hicieron divergir de ese tronco común del que descendió la madre común. Todos hemos gozado y sufrido, conocido momentos de ilustración y de incultura, escuchado a a sabios y soportado a ignorantes, a sensatos seres lógicos y a locos fanáticos. Y así hemos llegado hasta nuestros días.
La imposición de sinrazones
Más, entre tantas razones reconocidas, en general se han impuesto las sinrazones de los menos, la eclosión de lo que nos desune como sociedad y nos convierte en bárbaros, lo que nos estimula en la ambición, el egoísmo, el ego o el salvajismo. Lo que ignora cuanto sabemos, lo que sustituye por violencia el diálogo, las bombas por las flores, la insolidaridad y exclusividad por la comprensión y la cortesía, el analfabetismo por la educación, la ira por el amor, la muerte por la vida.
Así no es posible la racionalidad, siquiera es posible repartir un territorio hermoso y suficiente para todos. La tierra no sirve para cultivar alimentos, para acoger a los vivos, solo es útil para enterrar a los muertos. El agua se desperdicia, no se administra, escasea y nos hace seditabundos
Hoy pienso en Israel y en Palestina, en Rusia y en Ucrania, pero otros conflictos armados subsisten con desatención informativa en Siria, Afganistán, el Sahel, Etiopía, Myanmar o Yemen – se estima que ha generado más de 233.000 muertos y 2,3 millones de niños con desnutrición aguda-. Sumen enfrentamientos tribales, muy frecuentes en África; situaciones como dictatoriales como las nicaragüense, cubana o venezolana; estados fallidos; mafias, el narcotráfico o el terrorismo y otros despropósitos de orden económico, político o social.
Nos se olviden, muy en particular de las mujeres -violencia sexual, matrimonio forzado, mutilación genital, orientación sexual e identidad de género, feminicidio, esterilización obligatoria, aborto selectivo, crímenes de honor, trata de personas con fines de explotación, etc.-; de la esclavitud – se estima que más de 50 millones de personas viven en esa circunstancia, de las cuales 28 millones, incluidos niños, realizan trabajos forzados. El último informe de Tendencias Globales de ACNUR constata otra dura realidad: el pasado año, 2022, terminó con una cifra impactante de personas refugiadas y desplazadas en el mundo, llegando a los 108,4 millones.
Esperemos que no sea demasiado tarde
Con los cayucos, con las imágenes de los muertos y heridos, con la de los niños desnutridos, con las pandemias o las catástrofes naturales, con el clima extremo, han ido llegando mensajes ciertos, como telegramas urgentes portadores de una realidad anunciada: la humanidad está herida, la civilización global se está muriendo, sigue parcialmente informada pero permanece como pasmada, desimplicada, sigue lastimándose a sí misma y al planeta. Los desplazados, los muertos, los heridos, son hermanos de todos nosotros y el reflejo de un futuro imposible.
Lo primero es saber que el otro existe, solo así nos sobreviviremos a nosotros mismos. Esperemos que no sea demasiado tarde, siquiera para pensar que el futuro está en Marte, pues allí recomenzaríamos a incomprendernos. Vale.