LAS VOCES DE MARRAKESH

por Redacción

LECTURAS PARA EL CAMINO
Alberto Barciela
Periodista Prensa Ibérica

He sentido, por un momento, la necesidad de ausentarme de la realidad casi inasumible del dolor que aporta un ahora inundado de catástrofes: danas, inundaciones, terremotos, fuegos, guerras, pandemias… Lo probable, lo improbable, lo predecible, lo inevitable, necesita al menos una vacuna contrastada: la lectura. A mí, lo confieso, me urgía el criterio del acercamiento a esa realidad sin más rey que un personaje casi irreal, a esa hermosa y próxima verdad llamada Marruecos, a esa Berbería que tanto ha aportado a nuestra cultura y a nuestra lengua, y que sin embargo tanto daño hace a la memoria española. En verdad, vivimos como hermanos, separados por las incongruencias de un amor tan próximo como resentido, tan necesitado como repudiado, tan cercano como añorado.

Esta vez encontré el consuelo razonado en Elias Canetti, Premio Nobel de Literatura en 1981. Él representa como pocos la historia de la grandeza y la infamia española. Nació en una familia comerciante de origen sefardí que se asentó en Bulgaria.

Como si nada hubiese pasado, siquiera los más de cincuenta años desde que la escribió, he releído con gusto “Las voces de Marrakesh”. En sus palabras he vuelto a pasear por Jamaa El Fna – en la noche “era extraordinario deambular por la plaza casi vacía. No quedaba ningún acróbata, ni bailarían, ni encantador de serpientes, ni tragafuegos.”; por los zocos; la mellah, la judería… En cada una de sus historias existe una imagen de supervivencia, de ciegos y niños mendigos, comerciantes, camelleros, matarifes, prostitutas, cuenteros o escribanos, incluso de algunos animales. Todo sucede como en un cuento que fue la verdad que él testimonió catorce años después de tomar algunos breves apuntes y que también, en lo opuesto, podría ser la ficción de la película que justificó su estancia en la ciudad marroquí.

Desde una perspectiva mundana, a Canetti le resulta posible contar todo con sencillez. Lo relata en las páginas de su libro como si fuese una oración emitida desde uno de los minaretes, que describe como “faros habitados por una voz”. En su caso la proclama resulta autorizada, como la de un erudito, como la de un observador privilegiado, sensible, atento.

“El regreso a Marrakech” está lleno de nostalgia y un cierto dolor romántico pero evidente, como lo podrían estar hoy relatos de verdad paseada por ciudades de #Ucrania, #Siria, #Afganistán, #Níger, #Haití, #Líbano… La relación sería interminable, es el relato de un mundo que hace de sus catástrofes la referencia exacta del fracaso de una civilización global, digital, en teoría avanzada, pero capaz de añadir a los desastres naturales conflictos bélicos, mafias, corrupción o, lo peor, el desentendimiento. Todo ello nos llevará preguntarnos, como lo hizo el autor búlgaro en otros momentos de sus escritos, si “¿valió realmente la pena inventar al hombre?”, si “¿no había ninguna otra manera de arruinar la Tierra?”.

Canetti afirma que “viajando lo toleramos todo, los prejuicios quedan en casa. Se observa, se escucha, se siente uno fascinado ante lo más atroz porque es nuevo. Los buenos viajeros son despiadados.” Quizás los espectadores también resultemos desalmados ante imágenes ciertas, que confundimos con la ficción.

Ahora, uno piensa por un momento en los marroquíes, comprende al pueblo y su dolor, se solidariza, pero cuando reflexiona sobre sus dirigentes tiene “miedo a los extranjeros, como si debieran seguir siendo enemigos. Todavía no lo son, y uno ya teme que lo sigan siendo”, lo dice Elías Canetti en sus “Apuntes 1992-1993”, lo afirma él que creía que “hace falta poco para hacer palpitar a un corazón detenido”. Necesitamos reanimarnos y reaccionar, somos humanos y por nuestras venas corre la misma sangre. El otro existe aun antes de subirse a una patera.

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