Alberto Barciela.
España transitaba por su propia modernidad, democrática, constitucional, libre, descentrada ya, socialista y descocada. Con el avance del país, la juventud había encontrado su caldo de cultivo para divertirse, para rebasar las barreras limitadoras por no se sabe muy bien qué resquicios morales de una nación que arrastraba recelos casi eternos, lutos y grietas sociales, crisis socioeconómicas, desigualdades, pero que había entendido con algo más humor que desatino la posibilidad de divertirse, de ir un poco más allá, de entender que casi diez años de Transición permitían algún desahogo.
La movida viguesa representó algo así como un estallido de frescura en el que lo joven se imponía, al modo filosófico del 68 francés, pero en el que las barricadas fueron sustituidas por la música, las copas y algunos otros etcéteras. En ese batiburrillo libertario, como una bandera pirata instalada en las Cíes, Sinistro Total, emergió fruto de una ciudad que desde el mismo Instituto Santa Irene, o desde la Guía, desde los Salesianos o desde sus pubs trasgresores y audaces, con la fuerza de la colla, tiraba muros antes que nadie, y asomaba la cabeza con orgullo desde el Atlántico de los grises ante los astilleros y tras los obreros del metal, al Madrid más Tierno, escotado y rojo, compitiendo sin rubor con la sempiterna modernidad mediterránea, plena de Serrat y otros poesías.
Siniestro Total imponía, ya en su tercer disco, en el año 1984, tres años después del Golpe de Estado, un himno esperanzado de fraternidad, proximidad, entendimiento, y posicionamiento geográfico trasgresor: “Menos mal que nos queda Portugal”. Durante décadas ha pervivido como un grito de guerra, un reflejo de la esperanza salvadora que podía suponer cruzar el Miño cada vez que las cosas se ponían difíciles, desde la crisis del Prestige y Nunca Máis, a las subidas de la gasolina y épocas de inflación, o incluso tras el resultado del Benidorm Fest cuando Salvador Sobral, el último ganador de Eurovisión para los lusos, ensalzó a las Tanxugueiras. La Sala Rock-Ola, un espacio de conciertos situada frente al edificio Torres Blancas, en el barrio de Prosperidad de Madrid, durante la presentación del trío vigués, en lo que denominaron “Día Mundial del disfraz de gorila”, Antón Reixa pronunciaría para la posteridad, un estentóreo “Boa noite Espanha. Vigo es una nación, viva Portugal. O bom, o feo e o mal, menos mal que nos queda Portugal, eles son, Siniestro Total”. Fue una movida dentro de la movida, un grito atronador y refrescante, una tormenta soportable de frescura. El resto es conocido. Vigo no era Liverpool pero se parecía, y siempre quedaba a 30 kilómetros Valença, la salvación, el inicio del escenario de la revolución más humilde y hermosa, la de los claveles. El pueblo más acogedor.
Hoy, en este ahora policrítico, cuando parecen disolverse todos los referentes de aquellas conquistas democráticas, culturales y sociales, cuando las redes nos pescan a nosotros y distorsionan los referentes, cuando más lo necesitábamos, el Portugal hermoso y humilde, el de la estabilidad que muchos ansiamos, emerge en una profunda crisis política con trasfondo de corrupción grave y extendida.
Me resisto a renunciar a Portugal, mi amor por ese país me supera. Recurro a la voz lenta de Miguel Torga, y escucho su advertencia de hace décadas: “Que nadie quiera evaluar cuánto le cuesta a un hombre resistir diariamente a toda una comunidad y, sobre todo, a sí mismo. Ni comprender que, en un país de corruptores como el nuestro, al menor resquicio que un individuo abra en su personalidad, está perdido. Una vez infectado, queda inmediatamente disgregado. «Todos los burros comen paja, la cuestión es saber dársela…», dice el refrán, que refleja una realidad patria que va del Miño al Algarve.” Quizás él de Tras Os Montes ya sabía de un siniestro total que ahora emerge en sus amadas montañas, allí “na terra da fraternidade” y de los inocentes. Vaya movida.